Max J. Castro
El 17 de febrero, casi enterrada bajo una montaña de tonterías de los medios acerca de la triste muerte de la ex modelo Anna Nicole Smith e informes de la fuerte controversia política en Washington acerca de la mejor manera de reordenar las sillas en la cubierta del barco de Iraq que se hunde, puede que usted no haya visto la siguiente pequeña noticia. Fue reportada por AP, Noticias ABC y un número patéticamente pequeño de otras instituciones noticiosas:
Unos 18 000 niños mueren todos los días debido al hambre y la desnutrición y 850 millones de personas se van a la cama cada noche con el estómago vacío, una "terrible acusación al mundo en el 2007", dijo el jefe de la agencia alimentaria de la ONU.
La cita proviene de James Morris, un norteamericano hombre de negocios, y ex director del Fondo Lilly. Morris deja su puesto como director del Programa Mundial de Alimentos de la ONU después de dirigirlo durante cinco años. Al marcharse, está pidiendo la creación de un movimiento global dirigido por jóvenes, grupos religiosos, la comunidad de negocios y gobiernos para aliviar y eliminar el hambre, especialmente la de los niños.
Las cifras no pueden transmitir la tragedia de la que habla Morris, pero dan un indicio de la escala de lo que significa una calamidad humana actual, pero poco conocida. Estamos hablando, en términos de pérdida de vidas humanas inocentes, de una cifra diaria que excede en cinco veces el número de muertes causadas por los ataques del 11/9. Estamos hablando, como las víctimas son niños, de muchos más años de vida humana perdidos que el número perdido el 11/9, cuyas víctimas fueron adultas casi todas. Estamos hablando de una pérdida de vida y potencial humano que, a diferencia del 11/9, es el resultado de una causa totalmente predecible y en gran medida evitable: la carencia de alimentos.
La obscenidad de esta realidad se equipara a la escandalosa reacción —o más exactamente, a la indiferencia— de los medios y de la clase política que nunca se cansa de alardear de que este país es la nación más rica, más poderosa y más generosa del mundo.
La ex Secretaria de Estado, Madeleine Albright, llamó a Estados Unidos la "nación esencial". La aseveración es arrogante, incluso detestable, pero la declaración contiene un grano —o más— de verdad. En esta coyuntura de la historia global, Estados Unidos tiene un poder y recursos avasalladores; puede usar esas ventajas con fines constructivos, tales como combatir el hambre en el mundo. También puede usar su hegemonía con fines destructivos. Este es el camino escogido por la clase política de este país —con George W. Bush y los neoconservadores al frente, pero no solos— cuando perdió su cabeza colectiva en respuesta a un solo ataque terrorista —aunque ruin y extremadamente mortífero— a Estados Unidos.
Los ataques brindaron terreno fértil y la administración Bush ayudó a engendrar y promover una especie de síndrome de estrés post-traumático, un estado patológico mental que justificó la guerra ilegal, la tortura y la violación de los derechos básicos.
Los demócratas que controlan ahora el Congreso hablan de una nueva dirección, y eso es bueno. Pero cortar por lo sano en Iraq, aunque es un comienzo, no es una nueva dirección. Una nueva dirección requeriría no solo otra política en Iraq, sino también una nueva mentalidad en relación con el papel de Estados Unidos en el mundo, así como una nueva concepción de la seguridad.
Tal concepción estaría basada en la comprensión de un mundo en el cual casi 20 000 niños mueren de hambre todos los días y casi 1 000 millones de personas se van a dormir con hambre. Es un mundo de profunda inseguridad, y no solo para aquellos con el estómago vacío.
Por supuesto, no todos los conflictos en el mundo son provocados por el hambre y la pobreza, pero gran parte de ellos son consecuencia de la injusticia. ¿Y qué injusticia podría ser mayor, en un mundo tecnológicamente avanzado en el que las señales de prosperidad son visibles para todos, que 6,5 millones de niños muertos al año por el pecado de ser hijos de padres que no ganan lo suficiente para alimentarlos?
Hay muchos en Estados Unidos que dirían que este país no puede o no debe hacer mucho por este problema de desnutrición generalizada en el mundo. No es cierto. Estamos en camino de derrochar un total de un billón de dólares en la debacle de Iraq, una suma que hubiera hecho mucho para alimentar a los hambrientos del mundo y que hubiera logrado para Estados Unidos un enorme fondo global de buena voluntad que, a la larga, redundaría en mayor seguridad que diez guerras de Iraq.
Por otra parte, no sería razonable esperar que una sociedad que no cuida adecuadamente del bienestar de sus propios hijos realice acciones para salvar la vida de los hijos de otras naciones. Un reciente estudio de la ONU llegó a la conclusión que Gran Bretaña y Estados Unidos tienen peores resultados en términos de bienestar de sus hijos que sus contrapartes en otras naciones ricas. ¿Podría relacionarse esto con el hecho de que estos son dos países ricos donde las doctrinas del capitalismo salvaje —capitalismo sin el beneficio de cualquier semblanza de rostro humano— hayan progresado más rápidamente y más lejos, y se hayan institucionalizado hasta tal punto que han neutralizado y absorbido toda resistencia potencial? Vean la complicidad de Bill Clinton y Tony Blair en la destrucción de lo que quedaba del estado de bienestar.
Por tanto, necesitamos una nueva dirección atrevida y progresista en Estados Unidos, no un regreso a la política acomodaticia de Clinton y Madeleine Albright.
Lo que necesitamos ahora es un liderazgo político que trace agresivamente una nueva visión para Estados Unidos, tanto en el plano internacional como en el interno. Los derechistas en Estados Unidos hablan de favorecer una "cultura de vida", mientras hacen todo lo posible por apoyar la pena de muerte, las guerras electivas y políticas sociales mezquinas que incrementan el riesgo de muerte y sufrimiento para los más vulnerables de nuestra sociedad y del mundo.
A partir de ahora y culminando en el 2008, los progresistas tienen que retomar la autoridad moral y lingüística usurpada por la derecha y diseñar una nueva y auténtica cultura de vida que dé una alta prioridad a las vidas de los niños y otras personas vulnerables —en el país y en el exterior— que a la política del poder, el orgullo y las ganancias.
(Tomado de Progreso Semanal)
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